Rueda Crónica
por Mario Anteo
No cabe duda de que la rueda de los años marchita las fiestas decembrinas. Y es que con el paso del tiempo, la jubilosa posada de tu infancia muda a seca reunión donde apuras villancicos, bebes de pie un ponche, y a las 11 terminas en cama viendo la tele.
El gotero de Cronos oxida la cita familiar en torno al pino navideño, te agripas en el convivio al que asistes por compromiso, agrieta tu achacoso estómago que suda para digerir los tamales de Año Nuevo.
Recuerdo a mi abuelo retirándose a su habitación mientras la familia disfrutaba una suculenta cena, el último día del año. Me decía yo: «Pero qué fuerza de voluntad del viejo! ¡Ni en esta fecha rompe sus horarios!»
Ahora que puedo recibir el Año Nuevo en los brazos de Morfeo, descubro que la voluntad del abuelo más bien era lo contrario; es decir, el hombre sucumbía a la tentación de aislarse y permanecer ajeno al desesperado intento del mundo por exaltar la felicidad y el futuro venturoso.
Lástima que se vuelvan tan monótonos el anual pino navideño, la ceremonia de las uvas, la cuesta de enero, los bolsillos secos, la gripa y hasta los buenos deseos. El tiempo es una rueda chirriante que nunca se detiene y que, una a una, te asesta las cuatro estaciones, desde la primavera con sus fértiles promesas, hasta el invierno de mustia jeta.
Dice una nota de la Red: «Tarde o temprano, todos los pueblos del mundo se dieron cuenta de que, transcurrido cierto tiempo, las estaciones solares repetían su cauce luminoso. Los cultivos volvían a crecer y las lluvias retornaban para regar las nuevas semillas. Así, el hombre fue constatando el eterno retorno hacia el punto inicial».
Pues bien, este primer día del 2006 representa tal punto inicial. De nuevo nos ubicamos en un comienzo que, siquiera en las mentes y cuerpos tiernos, cobra aires de promesa de aventuras, mundos inéditos, amores vírgenes, emociones broncas, tesoros escondidos.
Quien aún espera novedades de la vida y los años todavía no lo encorvan, sin duda gusta del ritual de los propósitos de Año Nuevo. La Fe y los buenos deseos lo bendicen, mientras se ve en el futuro una alfombra mágica colmada de regalos. Hierven así los corazones jóvenes en el crisol de la esperanza: uno promete abandonar el tabaco, otro asistirá al gimnasio, hay quien opta por un 2006 de joyas y dinero.
Mientras tanto, quien cree haber descifrado el juego de la vida y rebasó el medio siglo, dificilmente vibrará con la ceremonia de las 12 uvas, barrerá monedas a la entrada de su casa, lucirá chones rojos, u obedecerá cualquier rito de Año Nuevo.
Este editorial sería terrible y de un nihilismo fulminante, si un servidor sólo encontrara en la rueda del tiempo -llamada Samsara por los budistas- fastidio, dolor, castigo y lágrimas. Mis palabras no merecerían ni una gota de tinta si, entre la cuna y la tumba, no hallaran más que el aburrido ciclo de estaciones y el inexorable arrugamiento de la piel humana.
Y es que, con tanto apego nuestro por los bienes y el sexo, amén del exagerado prestigio de los cuerpos juveniles, resulta imposible vivir a plenitud la postrera etapa que es la senectud. Me parece que pocos ancianos en verdad experimentan una vejez agradable.
De aquí la visión desencantada de la Navidad y de la cena de Año Nuevo, que ciega a mucha gente de edad. Me refiero al anciano que no logró descifrar el acertijo del último capítulo de la vida, y por eso perdió la ilusión, las ganas, el apetito.
Claro, él alega ser un hombre realista que no se cuece al primer hervor, y hasta se enorgullece de evitar la alegría decembrina. Sonríe irónicamente al adolescente soñador , y a cada rato exclama que el tiempo lo ha curtido y que la vida es un ring de boxeo.
Por fortuna, siempre habrá ancianos a quienes los años les sienten bien, y que, en vez de precipitarse a una tumba amarga, se rejuvenecen cuando resuenan las últimas campanadas del año viejo. Retornan así al punto inicial, eternamente jóvenes, instalados en el umbral de la vida que es el primer día del 2006.